«No voy más a la iglesia» —dije a mis padres un domingo después de misa. Ellos fueron sabios. Conversamos sobre la situación, y como yo ya tenía dieciocho años no me obligaron a seguir asistiendo. Mi decisión de no congregarme, no tenía que ver con mi relación con Dios, sino con la iglesia en sí. Como hombre joven en formación, yo no encontraba en ella lugar ni utilidad para mí.Durante tres meses oré, leí mi Biblia, pero no fui a ninguna iglesia. Un día, en la soberanía de Dios, conocí a un padre que me impresionó mucho. Ese domingo fui a su iglesia acompañado de mi mejor amigo. Este fue el comienzo de una nueva aventura.
Compartí con este padre mis frustraciones, y a la vez mi convicción de que si queríamos ganar a jóvenes era necesario hacer algo diferente. Él exploraba mis inquietudes haciéndome preguntas. Compartí el concepto de que para ganar muchachos era necesario hacer actividades, en las cuales los jóvenes podrían participar siendo los protagonistas de actividades significativas. Pero en ese momento sólo estaba compartiendo lo que habíamos sentido y dialogado con mis amigos. Fue con el pasar de los años que he llegado a valorar el ministerio con la juventud y lo trascendente que es entender que los varones y las mujeres se desarrollan espiritualmente de formas diferentes.
Quedamos temblando. Nos tocaba dejar la tarea fácil, criticar. Ahora debíamos edificar la realización de nuestros sueños. Fue al inicio del verano cuando empezamos a concretarlos. Dos amigos y yo abrimos una de nuestras casas e invitamos a diez muchachos a un «partido de fútbol y a compartir un asado acompañado de una discusión sobre la Biblia». Cada semana tuvimos más muchachos y con ellos llegaban las chicas. Antes de que terminara el verano ya estaban participando más de cuarenta jóvenes. Fue una sorpresa para muchos adultos cuando la mayoría de estos jóvenes comenzó también a asistir a la iglesia. Y fue justo en este punto que tuvimos nuestra primera crisis. La mayoría de ellos nunca habían ido a una iglesia. Al llegar un grupo tan grande, vestidos como típicos jóvenes del mundo, provocó que algunos de los mayores nos atacaran por «meter el mundo en la iglesia». A pesar de las protestas de algunos mayores, cada semana llegaban más jóvenes.
Muchas veces, el supuesto problema con los jóvenes no es problema de los jóvenes sino de la iglesia misma; sus moldes, prácticas, el ambiente y falta de entendimiento de la etapa importante en la cual se encuentran los muchachos. Antes de echarles la culpa, necesitamos, como iglesia, mirar si el ambiente espiritual, emocional, y físico que proveemos para ellos es propicio para que Dios obre y añada cada día más jóvenespara su reino.
A través de la historia, Dios ha obrado maravillosamente con los jóvenes, hoy sigue haciéndolo. Participemos con él y con ellos en esta gran tarea.
¡Adelante!